Hay zaguanes de
todos los tamaños y gustos; los hay versátiles y rigurosos, anchos, altos,
angostos y bajos; feos y bonitos; de vivos mosaicos o fúnebres colores; se
consiguen con paredes de bahareque o muy bien frisados; sin techos o con
terraza de concreto; de entrada o salida los hay con muros o sencillas ventanas;
con piso de tierra o de finos porcelanatos; hay zaguanes bien iluminados y otros
en plena penumbra; los hay bien adornados y otros con miseros trastes; los hay
en físico o en espacios imaginarios –pero los hay– y más en estos tiempos de
complejidades intrínsecas. A la postre todos son zaguanes, diversificados por
la estética de sus ocupantes.
El zaguán es el
espacio intermedio entre lo exterior y lo interior, podría ser también una
especie de umbral entre lo viejo y lo nuevo, una estación estática de
encrucijadas acreditadas o desconocidas y dentro de su ambigüedad taciturna no
hay coordenadas, no hay norte ni oeste, sur o este.
En
ese túnel inédito hay de todas las especies –tantas– pero iguales, que cada es
una entre todas. Lo extravagante es que la fauna sobrevive en un ecosistema
apocalíptico recreado con la comedia de un narcisismo sin escrúpulos, la
fanfarrea de trasvestis de la política y la resistencia de una legión de cándidas
siluetas.
Date un salto y
quiebra la pecera…
Reynaldo J. Cortés
G.
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